EL TIEMPO ILUMINADO: Segunda parte - Cap. II


Cuando su mente se fue despejando, comprendió que todo había sucedido ya. Su recuerdo más reciente se centraba en los distintos protocolos de vuelo que había estudiado y repetido machaconamente con sus guías y monitores desde muchos meses antes. A1, B2, Ce3, y el 9H, el más importante, que se disparaba con una simple vocalización suya. En el 9X se contemplaba, con profusas explicaciones, el semi-coma inducido. En condiciones de exposición a ciertas tracciones y dinamismos psicosomáticos, se hace necesario proteger los centros cerebrales más expuestos contra la posible conmoción. Sabía perfectamente cuál era el rango de píldoras que debía suministrarse, y no erró al hacerlo. Pero para sensaciones tales no podían prepararte.
Cúpula central del Physical Research Center, Providence (R. I.) en 2065.
Tuvo conciencia de que el módulo había amerizado sin ningún contratiempo, sumergiéndose a continuación con suavidad en lo que debía ser el extremo norte del Lago Constanza, cerca de Ludwigshafen (contempló a lo lejos la delgada curva de luces titilantes que debía marcar la orilla oeste), pero a esa conciencia se sobrepuso de inmediato lo que era en realidad ya un recuerdo lejano, aunque supuestamente se refería a algo que apenas había sucedido cinco o diez minutos antes. Pese a toda su preparación física y química, Crayne, por más que lo intentasen convencer de ello, no era ningún superhombre: las piernas le habían empezado a temblar con fuerza al escuchar los primeros ecos de voces en la sala, cuando reconoció el artefacto por fin en toda su dimensión, encajado en un gran hueco abierto en el suelo, en el centro de la inmensa sala semiesférica, con el gran mirador vertiginosamente asomado a Providence, al fondo.
A ese lugar sólo había accedido en dos ocasiones con anterioridad. Los paneles y consolas de control a ambos lados. La gran cúpula cubierta por la red metálica sobre sus cabezas. (La extraña jaqueca volvía a afectarle con una presión formidable en la nuca; la misma sensación que experimentaría más de cuarenta años más tarde, también fuera de su tiempo. Una presión que no era presión, ni era dolor; algo tan extraño como si le afectase a un muerto o a un ser no nacido.)
No había visto a Zheng por ningún lado, y Crayne tampoco preguntó por él. Dos técnicos manipulaban los paneles de control a cada lado de la sala. Dunnoo, que apareció finalmente, Edgson y la doctora jefe, con Jamie, su ayudante, habían quedado atrás. El módulo energético se elevó con lentitud hasta que su base alcanzó el nivel del suelo. Crayne dirigió una última mirada a Edgson y, sin pensárselo dos veces, agachando la cabeza, se introdujo en su interior. La escotilla se selló tras él con un ligero silbido. En la estrechez de la esférica cabina, los sistemas zumbaban y parpadeaban tranquilizadoramente aquí y allá. La mayoría de ellos, sabía, con sus pulsos y suaves destellos verdosos y amarillos, no cumplía otro propósito que el de sedarlo por el bien del experimento; la máquina de verdad se extendía ramificándose sin fin en el terreno exterior, alrededor de las dos antenas gigantes.
Bajó la cabeza, suspiró y frunciendo las cejas se abismó en el instrumental. Sí, los plasmas y dispositivos funcionaban a la perfección. Los parámetros y coordenadas espacio-temporales estaban siendo cotejados y evaluados por última vez en esos momentos. Adueñándose de todo, el zumbido de los vertiginosos cálculos cuánticos, dentro y fuera de la cápsula, crecía como el sonido de un avispero presto a estallar. Esos mismos cálculos constituirían, en gran parte, el propio vehículo que iba a teletransportarlo.


©  José L. Fernández Arellano (Nº R. P. I.: M-006562/)

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